viernes, 31 de octubre de 2014

De por qué el Estado es responsable de los crímenes en Guerrero: una aproximación teórica

Una de las iniciativas constitutivas a la neoliberalización de los Estados es la criminalización de la población. Especialmente la población joven, estudiante o económicamente improductiva. En el léxico del poder, estas estrategias están englobadas en la noción de “gestión de poblaciones marginales”. La novedad de la gestión neoliberal –que se distingue de otros modos de administración no sólo por una cuestión “epocal”– consiste en que ésta es infinitamente más letal: la criminalización se traduce no pocas veces en exterminio. En los albores del neoliberalismo, las políticas de seguridad contemplaban una reestructuración legal y penitenciaria, orientada al encierro de personas, en especial jóvenes, desempleados, subempleados y pobres, por oposición al rigor disciplinario de otras épocas. Pero la estrategia escaló en intensidad y amplitud. La persecución se extendió a vastos sectores poblacionales. Y las premisas tácticas cobraron un aspecto más violento e intolerante. El control de las poblaciones en los Estados neoliberales integraría la guerra y el exterminio como métodos privilegiados, y en los países del llamado “tercer mundo”, la desaparición forzada a gran escala. Los experimentos dictatoriales-militares en América del Sur anunciaban el advenimiento de ciertas técnicas que a la postre se extenderían a la generalidad de las sociedades. La guerra contra el narcotráfico, que es un modo de violencia estatal, habilitaría en México un escenario bélico óptimo para el dominio en el contexto de la neoliberalización, inaugurando las formas más radicales de terrorismo estatal, violencia e intimidación represiva. El caso Ayotzinapa es sólo un ejemplo de esas formas radicales de violencia estatal. No es otra cosa que el Estado efectuando uno de sus quehaceres fundamentales: la gestión de poblaciones a su entender “residuales”. 

Para acusar al Estado por los crímenes en Guerrero es preciso tener ciertas bases teóricas, aún cuando la intuición histórica nos ofrece un sostén legítimo e invaluable. Por eso en esta ocasión se convino recuperar el pensamiento de Karl Marx en relación con el concepto de Estado. Más que una explicación detallada de sus ideas, acá sólo se aspira a proveer algunas pistas para documentar teóricamente la naturaleza del Estado, las fuentes de la criminalidad en México, y en particular la trama de relaciones objetivas que decretan la culpabilidad del Estado en el asesinato de seis personas, y la desaparición de otras 43, el pasado 26 de septiembre en Iguala, Guerrero. 

Escribe el autor alemán: 

“Desde el punto de vista político el Estado y la organización de las cosas no son dos cosas distintas. El Estado es la organización de la sociedad. Allí donde el Estado confiesa la existencia de abusos sociales, los busca o bien en leyes naturales, irremediables con las fuerzas humanas, o en la vida privada, independiente de él, o en disfuncionalidades de la administración, que depende de él… 

“La existencia del Estado y la de la esclavitud son inseparables. El Estado antiguo y la esclavitud antigua –contraste clásico y sin tapujos– no se hallan soldados entre sí más íntimamente que el moderno Estado y el moderno mundo del lucro –hipócrita contraste cristiano–. Si el Estado moderno quisiese acabar con la impotencia de su administración, tendría que acabar con la actual vida privada. Y de querer acabar con la vida privada, tendría que acabar consigo mismo, ya que sólo existe por oposición a ella… El Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos ¿Que estas modificaciones no solucionan nada? Entonces la dolencia social es una imperfección natural, independiente del hombre… o la voluntad de la gente privada se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración… 

“La contradicción entre el carácter y la buena voluntad de la administración por una parte y sus medios y capacidad por la otra no puede ser superada por el Estado, sin que éste se supere a sí mismo ya que se basa en esta contradicción. El Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. Por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienza la vida burguesa y su trabajo. Más aún, frente a las consecuencias que brotan de la naturaleza antisocial de esta vida burguesa, de esta propiedad privada, de este comercio, de esta industria, de este mutuo saqueo de los diversos sectores burgueses, la impotencia es la ley natural de la administración. Y es que este desgarramiento, esta vileza, este esclavismo de la sociedad burguesa es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno”. 

El Estado mexicano insistentemente ha tratado de fincar la responsabilidad de los hechos en Iguala a los cárteles de la droga, a grupos criminales particulares que operan en la región. Es decir –siguiendo a Marx– reconoce la “existencia de abusos sociales, [pero] los busca… en la vida privada, independiente de él”. Y es natural, pues “el Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos”. Por eso las autoridades públicas anuncian pomposamente búsquedas, operativos y pesquisas intrascendentes, tercamente omitiendo su corresponsabilidad en la trama. La “dolencia social”, que en este caso se trata de la criminalidad o la delincuencia organizada, presuntamente no es un asunto que involucra al Estado. La narrativa oficial argüiría que “la voluntad de la gente privada –los cárteles o células delincuenciales– se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración”. Pero este relato ignora deliberadamente que “el Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. [Y que] por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienza la vida burguesa…” 

En el marco de un narcoestado, la ecuación es más o menos la misma: allí donde comienza la vida de la empresa criminal, acaba el poder del Estado. Esta vileza, señala Marx, “es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno”. 

En este sentido, el Estado es el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales, suministrando, con base en las políticas que impulsa, la trama legal e institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad e ilegalidad. 

Fue el Estado.

martes, 28 de octubre de 2014

Las artimañas de Peña Nieto para eludir su responsabilidad en Guerrero.

La solicitud de licencia de Ángel Aguirre Rivera a la gubernatura del estado de Guerrero parece ser el banderazo de salida para ‘resolver’ la crisis desatada como consecuencia de la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas en Iguala. Como por arte de magia, una vez resuelto el problema ‘político’ –prioridad indiscutible del gobierno federal- cobran vida una serie de acontecimientos que apuntan a la ‘solución’ del problema. Lo que pretende Peña Nieto es eludir su responsabilidad en los hechos y, al mismo tiempo, obtener beneficios políticos.

En primer lugar, la designación de Rogelio Ortega Martínez al gobierno guerrerense por parte del congreso local parece satisfacer a tirios y troyanos. Sin identificación partidista y con perfil académico, el gobernador sustituto goza de cierto prestigio entre los estudiantes normalistas aunque también cuenta con el visto bueno de la chuchada, o sea, de la corriente dominante del PRD en el estado. Con poco menos de dos años por delante, el Dr. Ortega se propone reestablecer el ambiente político y social en Guerrero para que las elecciones del próximo año no enfrenten ningún obstáculo. Por lo visto, y a pesar de su trayectoria como luchador social, lo que más le preocupa es la continuidad de las instituciones, las mismas que causaron el conflicto en Iguala.

Casi al mismo tiempo, en Cuernavaca fueron detenidos algunos de los presuntos responsables de las desapariciones de los normalistas, quienes señalaron un basurero en el municipio de Cocula, Gro. como el lugar en donde los habían enterrado. Así que una vez consumado el besamanos en Los Pinos, las acciones de la Procuraduría General de Justicia (PGR) cobran vida y después de un mes empiezan a rendir frutos sus investigaciones. ¡Qué casualidad!

Por su parte, el supuesto jefe de Guerreros Unidos Sidronio Casarrubias,  acusó a la esposa del presidente municipal de Iguala, María de los Ángeles Pineda, de ser la autora intelectual de las desapariciones forzadas de los normalistas, la cual además fue señalada como la coordinadora de la policía municipal y de los Guerreros Unidos en la región. Pero al mismo tiempo, asume la responsabilidad en la ejecución de la orden de desaparecer a los estudiantes normalistas.

Con lo anterior queda plenamente demostrado, según el gobierno federal, que los responsables de los crímenes fueron la delincuencia organizada, tanto en su versión paramilitar como en la oficial, o sea el gobierno municipal y sus empleados oficiales y no tanto. Con ello se busca fortalecer la versión promovida desde Los Pinos de que la responsabilidad no es del gobierno federal y que si bien participaron las instituciones del estado, éstas fueron sólo del nivel local y nunca del federal.

Lamentablemente para Peña y su equipo, las actividades de Abarca y su esposa no eran ni son desconocidas para la PGR. En su momento René Bejarano señaló al expresidente municipal de Iguala como autor de asesinatos políticos y relaciones con el narcotráfico. Este dato echa por tierra la estrategia de Peña para evitar que se le involucre en los crímenes de lesa humanidad. Pero en el ánimo de mantenerse libre de cualquier sospecha, el presidente utiliza otros distractores para evitar asumir su responsabilidad y la de su gabinete en el caso Iguala. Sólo así se puede entender que ahora se pretenda involucrar a López Obrador en las desapariciones, aunque sea de manera tangencial, pero con la clara intención de desviar la atención pública y de paso debilitar a Morena. Habrá que reconocer que el tabasqueño se tomó su tiempo para fijar su posición en el caso Iguala y además  insiste en colocar en la candidatura de Morena para la gubernatura en Guerrero a una persona que ha sido señalada por sus estrechas relaciones con Abarca y su esposa.

Lo que resulta inocultable en todo esto es que el gobierno federal no está dispuesto a reconocer su responsabilidad por los hechos en Iguala pero además pretende sacar provecho político. Ante la ausencia de un operador político del PRD en Guerrero para mantenerlo al frente del gobierno estatal -ya que Aguirre no estará al frente de la campaña electoral en 2015 con todo el presupuesto estatal a su disposición- el PRI se frota las manos y empieza a mover sus piezas, con Rosario Robles a la cabeza, para manipular al electorado y ganar la elección.


Dependerá en mucho que los estudiantes y ciudadanos que hoy protestan y se manifiestan en todo el país, e incluso fuera de él, consideren al gobierno federal como el principal responsable de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Sólo así será posible detener las artimañas de Peña Nieto para aumentar su poder. De lo contrario, lo que hoy abominamos se repetirá una y otra vez.

lunes, 27 de octubre de 2014

Complicidades

Gustavo Esteva
La Jornada

Protego ergo obligo, decía Hobbes. La protección que los gobiernos dan a los ciudadanos, en los estados-nación, crea en éstos obligaciones. Nadie podría actualmente sostener que el gobierno mexicano está protegiendo a los ciudadanos. Es al contrario; los despoja incluso de sus protecciones autónomas. A pesar de su cinismo, los funcionarios se están viendo obligados a disimular el incumplimiento de su función principal con toda suerte de eufemismos. 

Incumplimiento no es exención. El hecho de que el gobierno no cumpla sus obligaciones no implica que no podamos y debamos seguir exigiendo que lo haga. El lema actual de las manifestaciones comprende la esperanza cada vez más débil de que nos los devuelvan vivos, pero es ante todo una denuncia: sabemos que ellos se los llevaron. Deben asumir las consecuencias. 

Tiene sólidas bases el deseo general de ver en la cárcel al presidente municipal de Iguala, a su esposa y al gobernador. Pero el gobierno federal está usando esos sentimientos legítimos y bien fundados como coartada para eludir su propia responsabilidad.

Tiene razón Raúl Zibechi: “El Estado se ha convertido en una institución criminal donde se fusionan el narco y los políticos para controlar la sociedad”. (ALAI Amlatina, 24/10/14). Hubo acción y omisión del gobierno federal en los crímenes de Ayotzinapa y es cómplice de buena parte de los que se han estado cometiendo en Guerrero y en el resto del país. Que esto sea terreno jurídicamente resbaladizo es responsabilidad de los poderes constituidos: en vez de instrumentos legales apropiados para revocar los mandatos de funcionarios electos o designados y acabar con su impunidad, formulan y aplican las leyes para protegerse a sí mismos y controlar y castigar a los ciudadanos.

Por haberse convertido en empresario de la violencia el gobierno es fuente principal de la que cunde por el país. Citaré de nuevo a Foucault: 

“La arbitrariedad del tirano es un ejemplo para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas, se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer a los malhechores; al contrario, los multiplica”.

Se trata de algo peor aún. Hay un momento, piensa Foucault (Los anormales, FCE, 2006, pp. 94 y 95), en que los papeles se invierten. “Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone, cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio, déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente... El déspota puede imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente… y exalta en forma criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente”. Foucault labra así, cuidadosamente, el perfil del monstruo jurídico que “no es el asesino, no es el violador, no es quien rompe las leyes de la naturaleza; es quien quiebra el pacto social fundamental”.

No nos equivoquemos. Como dijo Javier Sicilia hace tiempo, estamos hasta la madre de los funcionarios lo mismo que de los criminales. Como él dice también, o reitera Francisco Toledo, el nivel de degradación a que han llegado nos deja sin palabras. Estamos ante el misterio del Mal, que no podemos reducir a causas sociológicas o sicológicas. 

Pero no podemos cerrar los ojos. El hecho es que estamos padeciendo toda suerte de crímenes, de barbarie cada vezmayor, y ya no es posible distinguir los que son cometidos por delincuentes profesionales o aficionados de los que son responsabilidad directa de funcionarios de todos los niveles. Esa es la condición a la que hemos llegado. Digámoslo con claridad. Y reconozcamos con entereza que esa es la naturaleza de la lucha que necesitamos librar. Se trata de convertir el dolor que nos agobia en este tiempo infame en la digna rabia que nos conducirá a la rebeldía y la liberación. Nos lo acaban de recordar los zapatistas: “Es con rabia y rebeldía, y no con resignación y conformismo, como abajo nos dolemos”

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/10/27/opinion/022a1pol

viernes, 24 de octubre de 2014

Crímenes contra la humanidad en México: el signo de la normalidad de un narcoestado

Hay un tema que inquieta especialmente a la clase política nacional, y en general a los omisos u ominosos poderes del Estado mexicano. Y no es exactamente el paradero o la integridad de los 43 normalistas desaparecidos, ni el esclarecimiento expedito e integral de los actos criminales en Tlatlaya e Iguala, que en ambos casos involucran notoriamente a las instituciones de seguridad del Estado –efectivos militares y policías. La principal preocupación de los personeros institucionales es la integridad de los capitales, el saneamiento de la imagen del país para beneplácito de los inversionistas foráneos. Para ellos la “normalidad” es el clima de terror que estrangula a la población. Esa normalidad a menudo es referida en las alocuciones públicas como “gobernabilidad”. Desde la perspectiva de los evanescentes poderes estatales, es indistinto si esa “gobernabilidad” es sinónimo de terror: el modelo económico que nos rige prioriza la integridad de los capitales en detrimento de la integridad de la población civil. Cabe decir que no se trata de una trama conspiratoria: es el funcionamiento estructural de las instituciones. En este sentido, lo acontecido en Tlatlaya e Iguala, solo por mencionar los dos crímenes de lesa humanidad más recientes, no son más que un par de eventos rutinarios en el marco de un Estado (o narcoestado) que homologa horror con normalidad. 

En voz del secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete, la clase política enuncia públicamente el fondo real de sus preocupaciones: “[Ayotzinapa] está poniendo en riesgo en este momento la percepción que se tiene del país en el cumplimiento del estado de derecho… si no logramos hacer justicia y que haya castigo para los responsables, desde luego que eso ahuyenta la inversión (sic)” (La Jornada 23-X-2014). Manlio Fabio Beltrones, coordinador del Partido Revolucionario Institucional, agrega: “Mientras no sepamos qué paso con ellos… difícilmente se podrá normalizar la situación del estado… Estoy convencido de que la gobernabilidad en el estado de Guerrero se recuperará en el momento en el que se localicen a los 43 estudiantes desparecidos” (op. cit.). 

Esa normalidad o gobernabilidad o clima favorable para las inversiones que las autoridades anhelan recuperar prontamente, es la cotidianidad de horror tan redituable para su agenda, y tan vejatoria para la población. Es la identificación de la calidad gubernativa con la abulia, parálisis e indiferencia de la ciudadanía. Eduardo Galeano pone el dedo en la llaga: “En cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden: es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusticia y el hambre hambrienta… la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen”. 

Yerra el New York Times cuando sugiere que estamos frente a “la peor narcocrisis” en México. Los casos de Tlatlaya e Iguala son hechos rutinarios, consustanciales a la normalidad del país, por lo menos en la última década. Los crímenes contra la humanidad en México son el signo definitorio de la gobernabilidad neoliberal de un narcoestado conscientemente montado. 

La situación no era distinta hace cuatro o cinco años. La diferencia era que la población civil seguía apoltronada en el confort de la indolencia, y la magnitud del terror abonaba otro poco al silencio e inmovilidad. La convivencia con la muerte violenta avanzaba sin contestación ciudadana. La realidad del país no era disímbola entonces o ahora. Precisamente hace cuatro año se sostuvo en otro espacio: “Al pensar México, acuden a la mente impresiones e imágenes donde la ‘tierra’, la tierra de uno, degeneró en un paraíso de la criminalidad, un teatro de guerra o un rastro de humanos, donde la inseguridad deja una estela atroz de cadáveres; mientras los entusiastas responsables de la masacre siguen ocupados con la promoción mercantil del país y los asuntos –bandidaje– de Estado”. 

Es preciso insistir que los crímenes contra la humanidad en México tiene un largo historial. Y que esos crímenes, en cuyas tramas el Estado es responsable o corresponsable, no han conseguido llevar a la justicia a ningún funcionario de mediano o alto rango. En el orden de prioridades institucionales, la exoneración alevosa del Estado es la primera preocupación. 

Por ahora interésanos referir a cinco casos, susceptibles de caer en la categoría de crimen de lesa humanidad, envueltos, como es habitual, en un manto de absoluta impunidad: 

1. El incendio en la guardería ABC (2009), que cobró la vida de 49 niños y dejó un saldo de 76 heridos, todos entre 5 meses y 5 años de edad; sigue impune aún cuando las evidencias sugieren que el incendio fue provocado por una orden desde el Palacio de Gobierno de Sonora. 

2. La masacre en Torreón (2010), que arrojó un saldo de 18 muertos y 18 heridos; el crimen se le atribuye a reos del Centro de Readaptación Social Gómez Palacio, que se dieron fuga con la venia de las autoridades carcelarias, y abrieron fuego indiscriminadamente en un domicilio donde tenía lugar una fiesta de cumpleaños. 

3. Las masacres de San Fernando, Tamaulipas (2010-2011), que suman cerca de 265 muertos, todos hallados en fosas clandestinas; aunque de acuerdo con cifras extraoficiales se estima que la cifra de cadáveres localizados rebasa los 500. 

4. La masacre de Durango (2011), cuyos datos todavía son inexactos; se calcula que el número de muertos encontrados en fosas comunes oscila entre 250 y 340. 

5. La masacre de Monterrey (2011), que ocurrió en el Casino Royale, y que produjo la muerte de 52 personas, entre ellas una mujer embarazada. 

Un crimen de lesa humanidad es una modalidad de crimen que agravia a la humanidad en su conjunto, donde el infractor es un miembro del Estado o cualquier organización política, y el ataque es dirigido directa o indirectamente contra la población civil. 

Algo cambió tras la desaparición de los 43 normalistas y los asesinatos colectivos en Tlatlaya e Iguala: la población cobró conciencia que allí donde el Estado dice “crimen organizado” en realidad debe decir “Estado”. Es decir, cuando el acto delictivo se le atribuye a las bandas criminales, el responsable o corresponsable es irrenunciablemente el Estado, y por consiguiente se tratan de crímenes de lesa humanidad. Y no se trata de un hecho extraordinario: los crímenes contra la humanidad son el signo de la normalidad de un narcoestado.

martes, 21 de octubre de 2014

El legado de la transición democrática en México: terrorismo de estado y narcopolítica.

A poco más de tres semanas de la desaparición forzada de cuarenta y tres estudiantes normalistas en Iguala, Enrique Peña insiste en que el fondo del problema es la infiltración del crimen organizado en las instituciones del estado, particularmente en las corporaciones policiacas. Con ello procura ocultar el hecho de que es el estado el que ha utilizado al crimen organizado para mantener el modelo económico, matriz generadora de la violencia social que vivimos.

Como lo señalé en otro momento,  llama atención que en tiempos en que las instituciones garantes de los derechos humanos y de los procesos electorales  se han fortalecido nos encontremos en un país en llamas, azotado por una guerra civil rampante que rebasa por mucho las cifras de desaparecidos y asesinados que en su momento oscurecieron la vida de la mayoría de los países sudamericanos en los años setenta. ¿Por qué si hoy México cuenta con un sistema de protección de los derechos humanos y un sistema electoral que ha sido puesto como ejemplo para otros países del mundo la muerte violenta es el pan de cada día?

¿Por qué si, como afirman algunos, México ha dejado atrás su pasado autoritario y el gasto militar no para de crecer la violencia ha aumentado? ¿Será una falla circunstancial o parte de una estrategia política?

Al respecto, Raúl Zibechi afirma tajante en un artículo reciente: el estado no es garante de los derechos humanos. Frente al dilema de proteger al modelo económico o proteger a su población, los estados liberales no parecen ofrecer mucha resistencia para que los grandes intereses económicos impongan su ley. Y para hacerlo le han arrebatado a la población que dicen representar el derecho a la autoprotección. En México, el ejemplo más notable de esta dinámica puede observarse en el trato que se les ha dado a las policías comunitarias y a los grupos de autodefensa en Michoacán y Guerrero. En el primer caso, el estado apoyó momentáneamente a los grupos que tomaron las armas para defenderse de los narcotraficantes pero después los encarceló (es el caso de José Manuel Mireles)  o los enroló en cuerpos policiacos; en el segundo, acosó y fabricó delitos a distinguidos integrantes de las policías comunitarias, como sucedió Nestora Salgado y muchos más. En todo caso, la violencia no disminuyó sino todo lo contrario… hasta desembocar en Iguala.

En este contexto, el director general adjunto de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, enfrenta una decidida oposición para reelegirse por parte de las organizaciones civiles dedicadas a la defensa y promoción de los derechos humanos. Por lo visto, dichas organizaciones no ven al ombudsman mexicano muy decidido a honrar su responsabilidad e incluso existen casos de víctimas de violaciones a sus derechos humanos que se han amparado en contra de las recomendaciones de la propia CNDH. En el caso Tlatlaya, Plascencia se apegó a la versión de las fuerzas armadas, declarando “Tenemos claridad de que se trató de un enfrentamiento” sin contar con elementos que corroboraran semejante versión de los hechos pero demostrando para quien trabaja.

Por su parte, los partidos políticos han confirmado, otra vez, que  están para ganar elecciones (‘haiga sido como haiga sido’, Calderón dixit) y no para gestionar los intereses de la población que dicen representar, mucho menos para protegerlos de la violencia criminal. La negativa de las bancadas del Senado para llevar a cabo el juicio político en contra del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, indica que todos los partidos mantienen la misma posición, aunque no se descartan manotazos de última hora pues está en juego una gubernatura. Ya con anterioridad el PRD, en su IX congreso nacional rechazó -con 291 votos a favor, 15 abstenciones y sólo 4 en contra- exigir al gobernador que pida licencia al cargo. La perla declarativa corrió a cargo del diputado Fernando Belaunzarán: “No le pedimos la renuncie pero no le pedimos que se quede. No lo condenamos ni lo absolvemos” O sea, nosotros no tenemos nada que ver, aunque el gobernador sea de nuestro partido. O mejor aún, y en consonancia con la línea presidencial: los responsables son los narcos. Han decidido cerrar los ojos frente a una realidad que no es privativa del estado de Guerrero y ni mucho menos del PRD: la alianza entre el crimen organizado y los partidos políticos -en la cual los primeros aportan capital y armas para ganar elecciones, mientras que los políticos aportan protección legal y lavado de dinero.

Por lo anterior, es necesario apuntar que las graves violaciones a los derechos humanos en Iguala no son la excepción y no son tampoco responsabilidad exclusiva del crimen organizado. Al contrario, son la regla impuesta desde el estado para, como reza el slogan del presidente, ‘Mover a México’. El gobierno de Aguirre (y en general todos los gobiernos estatales, no se diga el federal) se ha caracterizado por la violación sistemática de los derechos humanos y el fraude electoral. Tal y como lo señala Luis Hernández Navarro en su artículo Guerrero y la narcopolítica las relaciones entre la política y el narcotráfico en Guerrero son un secreto a voces.  La lista de desaparecidos y asesinados es larga pero como dice el Choky, señalado como jefe de sicarios de Guerreros Unidos: “No toda la culpa la tengo yo” 

domingo, 19 de octubre de 2014

Las dos agendas en torno a Ayotzinapa: la población civil contra el Estado

Imagen: La Jornada
De acuerdo con los resultados de un informe elaborado por un funcionario del INE, se estima que uno de cada cuatro mexicanos ha sido víctima de la delincuencia. Cabe hacer notar, no obstante, que estos estudios normativos se basan en metodologías e indicadores restrictivos, que se asocian sólo con las modalidades más visibles de la criminalidad, e ignoran los aspectos subterráneos de las dinámicas delictivas, así como los actos delincuenciales que no están claramente tipificados o que gozan de la protección extralegal de los agentes estatales. Si estas modalidades de crimen se incorporaran como variables al estudio antes referido, la relación arrojaría un dato más demostrativo de la quiebra sociopolítica del país: presumiblemente cuatro de cuatro mexicanos habría sido víctima de la delincuencia. “Las que persiguen [las autoridades] son bandas criminales; pero crimen organizado, lo que se dice organizado, debe buscarse en la política y en la economía”. Esta reflexión de Héctor Díaz-Polanco apunta tangencialmente a inaugurar un horizonte metodológico que contemple esa delincuencia que pocos se atreven a fiscalizar o denunciar, y que sin duda es la más perniciosa para la salud de una sociedad. 

Es de vital importancia esta aclaración porque en esa distinción crucial radica el eventual desenlace o desahogo del caso Ayotzinapa. Por ahora es evidente que la institucionalidad no es el ámbito donde se dirimen los conflictos. Aún allí donde se presume transparencia procesal, los aspectos fundamentales de la matanza, el secuestro y la desaparición de los normalistas permanecen envueltos con la habitual toga de la opacidad. La masacre de Ayotzinapa presenta un reto: imputar la autoría intelectual del crimen a un sujeto individual o colectivo, pero a la par, hacer responsable a la totalidad del Estado, facilitador de estos crímenes de lesa humanidad. 

Precisamente porque se trata de un crimen inenarrable, que amenaza con provocar una inflexión dramática en el curso del país, las élites políticas están especialmente interesadas en evitar que la responsabilidad recaiga sobre las espaldas del Estado. Hasta ahora hemos sido testigos de un esfuerzo ingente de las autoridades por deslindar cualquier viso de culpabilidad que involucre a las instituciones que gestionan el desastre. El discurso oficial oscila entre una falsa preocupación lastimera y el señalamiento condenatorio de los autores materiales: el crimen organizado. Se trata de la estrategia rutinaria del narcoestado mexicano: la externalización de costos políticos con base en el uso estratégico de un chivo expiatorio –la figura del narco. Y aún cuando a veces se admite cierta disfuncionalidad institucional, se hace estrictamente con fines político-electorales. Los principales actores de la arena política nacional están ávidos por cosechar beneficios partidarios en la coyuntura de la tragedia. Y acá los únicos que realmente se ocupan del asunto y demandan justicia son los ciudadanos, acaso el eslabón más desprovisto de instrumentos jurídicos o políticos para conseguir la aplicación de la ley. 

Estamos frente a la colisión inevitable de dos agendas antagónicas: la de la población civil y la del Estado. La primera reclama la presentación con vida de los 43 estudiantes desaparecidos; esclarecimiento de los seis homicidios de septiembre pasado; captura de los autores intelectuales de estos crímenes, incluidos los alto mandos civiles; desactivación de las células del crimen organizado; dimisión del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero; cese terminante de la violencia y represión en México; reconocimiento público de corresponsabilidad del Estado mexicano. 

La segunda agenda –la del Estado–, tiene objetivos diametralmente opuestos: a saber, demorar lo más posible la localización de los normalistas desaparecidos; acotar responsabilidades a su mínimo alcance, y fincar penas menores a los autores materiales de la masacre; exonerar a las autoridades de alto rango y sortear el costo político atribuible al Estado; negociar una salida favorable para las bandas criminales que operan en la región; lucrar políticamente con un crimen que a todas luces involucra al Estado, pero que es susceptible de explotar con fines electorales; apuntalar el estatus indisputado de juez y parte de la institucionalidad; reanudar la “normalidad democrática”, tan rentable para los poderes fácticos, y tras cuyo velo ceremonioso se oculta una de las peores crisis humanitarias. 

Las declaraciones de ciertas figuras públicas dan cuenta de esta agenda inconfesable, en la que convergen, aunque con intereses distintos, los múltiples actores pusilánimes que encuentran en toda calamidad una oportunidad: “[La Procuraduría General de la República] cuenta con el absoluto y total respaldo de todas las instituciones que forman el gabinete de seguridad pública para cumplimentar la tarea que le ha sido confiada” (Enrique Peña Nieto); “El CEN está de acuerdo en que se discuta la permanencia o no en el cargo de Aguirre en los términos previstos en la Constitución. Lo que busca el PAN es dar cauce institucional a esta demanda de miles de ciudadanos, que exigen la separación del cargo del gobernador… [se requiere] una solución de Estado, no partidista (sic), con altura de miras” (Ricardo Anaya, presidente del PAN); “La violencia está focalizada en Iguala… Detrás de esas voces –que demandan su renuncia– existe una carga política que trata de perjudicar al estado… Me iré hasta que termine mi mandato” (Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero); “[La desaparición de poderes en Guerrero] significa una oportunidad del Senado para actuar (sic), ante la grave situación que se vive en Guerrero” (Jorge Luis Preciado, coordinador del grupo parlamentario del PAN en el Senado); “Es desesperante y dolorosa la terrible realidad, pero no hay más opción que luchar por cambiar al régimen por la vía pacífica y electoral” (Andrés Manuel López Obrador); “Yo les puedo decir claramente, porque acabo de consultar, que no se han terminado las pruebas y por lo tanto no puedo dar mayor información… Yo no desmiento nada ni afirmo nada…” (Jesús Murillo Karam, titular de la Procuraduría General de la República). 

Pero mientras la indecente clase gobernante de este país se enfrasca en excursiones de fuego cruzado y golpeteo faccioso, miles de ciudadanos, principalmente estudiantes universitarios, se movilizan masivamente para demandar al Estado que resuelva el asesinato de los tres estudiantes normalistas, y la desaparición forzada de otros 43. La experiencia acumulada no es gratuita, y la población civil parece tener conciencia de la trascendencia histórica de este trágico episodio, y la negligencia e impotencia estructural de los agentes institucionales en estás coyunturas: “México ya no es el mismo, pues la agresión que sufrieron los normalistas en Iguala ha sacudido al país entero y ha abierto una profunda herida en los corazones de todos los mexicanos… Las instituciones del Estado mexicano han guardado un silencio cómplice. Las mezquindades de los partidos políticos y las instancias de gobierno han sido evidentes, y sus confrontaciones han estado por encima de la emergencia que implica la búsqueda de los jóvenes” (La Jornada 16-10-2014). 

Los dirigentes estudiantiles de la Normal Rural de Ayotzinapa y padres de familia de los desaparecidos, también saben que su agenda no es la agenda del Estado, y que la procuración de justicia necesariamente deberá seguir caminos extra institucionales: “Están jugando políticamente con el caso [las autoridades]; es un juego y daña moralmente a los padres de familia, porque primero dicen que sí son (los cuerpos hallados en las fosas comunes) y luego se desdicen”; “Teníamos un poco de miedo (de que los restos fueran de sus hijos), porque ya no sabemos qué pensar, pero nos damos cuenta de que el gobierno está mintiéndonos. No va a faltar que encuentre otras fosas y otros difuntos. Está claro que ellos los tienen, y desgraciadamente es la misma porquería de policía, la de (la Secretaría) de Gobernación” (La Jornada 15-10-2014) 

Un narcoestado es uno donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal, y no a la inversa. Esto explica que la policía capturará a los estudiantes en Iguala, y después los pusiera a disposición de los criminales. El narco usó a la policía para proteger a sus empleados estatales: es decir, al alcalde y a su esposa, aspirante a alcaldesa. 

La agenda del Estado es salvaguardar este orden criminal. La agenda de la población civil es desmontar ese Estado criminal. Ayotzinapa decreta el divorcio radical de la población civil y el Estado. La Justicia es la agenda de la población civil.

sábado, 11 de octubre de 2014

Ayotzinapa o la banalidad de la violencia. La urgencia de pensar la resistencia

El hartazgo no es suficiente. La condenación ética –aunque legítima e irreprochable– tampoco basta. La indignación es sólo un primer paso, no el último ni definitivo. La exhortación a la unidad es un aullido cuyo eco se extravía en el vacío, en una trama nacional donde no existe un plan de acción ni un factor de aglutinación políticamente eficaz o perdurable. Las movilizaciones multitudinarias en este país cumplen un ciclo fatal e incurable: cuando llegan a un clímax, se desvanecen, y el huracán se degrada a depresión tropical. Nos gusta pensar en la siguiente analogía: es una especie de bola de nieve que una vez que alcanza su máximo volumen y toca tierra, se descongela sin efecto alguno. La indignación ciudadana en torno a Ayotzinapa no debe correr la misma suerte.

El asesinato selectivo, el secuestro y la desaparición forzada de estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero, caló hondo en el ánimo popular. Esta perturbación es la única noticia alentadora en el presente episodio de luto nacional. A pesar de la aparente inmovilidad de la sociedad mexicana, estos paréntesis de movilización remiten a una feliz conjetura: a saber, que la población no ha consentido ni claudicado ante la dominación, aún cuando el enemigo es un régimen de terror escrupulosamente dirigido e impulsado.

Insistentemente se ha sostenido en este espacio que el origen de la violencia, la desprotección e inseguridad, reside en la presencia del Estado, no en su ausencia. El diagnóstico de Comité Cerezo México comulga exactamente con esta lectura: “La ejecución extrajudicial, las desapariciones forzadas en contra de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa en Iguala, no son resultado de la ausencia del Estado, ni de un hecho aislado o producto de malos funcionarios” (Comité Cerezo México 6-X-2014). La violación a los derechos humanos, la represión, violencia e inseguridad, son fenómenos que corresponden a una política sistemática, que en ciertas coyunturas alcanza niveles extraordinariamente insidiosos. Es preciso consignar, no obstante, que en la actualidad nacional se articulan los múltiples métodos discrecionales de control social que tienen raigambre histórica en México o que tienen un paralelo en otras épocas. El aspecto inédito es que todos se expresan simultáneamente, y en proporciones exponenciales: asesinatos por motivos políticos, represión gubernamental, desahogo de conflictos con base en la actuación de escuadrones de muerte, criminalización de la protesta ciudadana, masacres estudiantiles, intensificación del fenómeno de la tortura, ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada de personas, suspensión de facto de derechos sociales, ataques contra periodistas, activistas, defensores de derechos humanos etc. Atravesamos otro capítulo de la guerra sucia, con el agravante de que la persecución no comprende sólo a la disidencia política: se hizo extensiva a toda la población. Tierra Caliente en Michoacán, Tlatlaya e Iguala son caso paradigmáticos de esta realidad. Estamos presenciando la convergencia al unísono de los episodios más oscuros de la historia de México: 1891 (Tomóchic), 1962 (Xochicalco), 1968 (Tlatelolco), 1971 (Corpus Christi), la Guerra Sucia y un largo etc.

En el análisis de la crisis en Guerrero, la Editorial de La Jornada Veracruz arroja luz sobre un hecho acerca del cual urge cobrar absoluta conciencia: “La debilidad e incapacidad de las instituciones es un hecho mayúsculo y no mejorará. Sobre esa base es que la sociedad debe tomar decisiones” (La Jornada Veracruz 9-X-2014). Luis Hernández Navarro extiende este dictamen no oficial pero visiblemente preciso: “Las redes de complicidad [de autoridades públicas, narcotraficantes, empresarios] obligan a desaparecer los poderes en la entidad [de Guerrero]. Con ellas no hay forma de que se haga justicia”. Entre las víctimas y el Estado no hay nada, salvo más represión, y ocasionalmente la voluntad de ciertos medios de comunicación.

La trama jurídica alrededor de la desaparición forzada es un ejemplo lapidario de la inexistencia de protección y justicia en el país: de acuerdo con la ONG, Human Rights Watch, “[En México] no hay un sólo [criminal] consignado por estos delitos [de desaparición forzada de personas]” (La Jornada 9-X-2014). El número oficial de “personas no localizadas” en México es de 22 mil 322. La cifra se antoja conservadora, y se sabe que el delito va en aumento.

Pero más lapidarias son las cifras que publica el suplemento semanal de La Jornada en la última edición dominical, con base en un par de estudios efectuados por la organización civil italiana Libera y el semanario Zeta, en relación con la bancarrota total de la institucionalidad y la vida pública en este país: “La guerra iniciada por el entonces presidente Felipe Calderón contra el crimen organizado el 8 de diciembre de 2006 provocó, desde esa fecha hasta el último día de su gobierno… ‘la muerte de 53 personas al día, mil 620 al mes, 19 mil 442 al año, lo que nos da un total de 136 mil 100 muertos, de los cuales 116 mil (asesinatos) están relacionados con la guerra contra el narcotráfico y 20 mil homicidios ligados a la delincuencia común’… Por lo menos desde diciembre de 2006, un millón 600 mil personas se han visto obligadas a abandonar sus estados de origen… Durante los primeros catorce meses del sexenio de Peña Nieto… se registraron alrededor de 23 mil 640 muertes relacionadas con la violencia en México. Mil 700 ejecutados cada mes. Guerrero ocupó el primer lugar con 2 mil 457; el segundo sitio fue para el Estado de México (lugar de nacimiento del actual presidente), con 2 mil 367 muertes violentas” (La Jornada Semanal 5-X-2014).

Lo que acá se quiere destacar es que los crímenes de Estado en Iguala, y el manto de impunidad que los rodea, no es una eventualidad única o extraordinaria: es la regla en México. Los antecedentes recientes y pretéritos conducen a esta conclusión inobjetable. En este mismo tenor, José Miguel Vivanco, director ejecutivo de la división de las Américas de HRW, añade: “El problema no es de Iguala, el problema es de México y el responsable último por la suerte, la seguridad y la vida de esos estudiantes es el gobierno federal, son las máximas autoridades mexicanas” (La Jornada 9-X-2014). La masacre en Iguala no es un “hecho aislado o producto de malos funcionarios [locales]”: es un crimen de Estado. Más específicamente: de un narco-Estado con un avance significativo de militarización. En Iguala actuó la narco-policía. Y en Tlatlaya el ejército. Con una actuación temiblemente análoga. El paralelismo no es accidental.

En este sentido cabe concluir que la violencia en México y la excepcionalidad jurídica-gubernativa responden a un momento instituyente, cuyas notas predominantes son la agresión y el abandono. No solo no son situaciones extraordinarias: son la principales pautas, las fuerzas activas, de un orden en gestación. Acá reside la peligrosidad y seriedad de la coyuntura que atraviesa el país.

Hannah Arendt inauguró una perspectiva acerca de la brutalidad de los regímenes modernos, y la banalidad de la violencia. En desavenencia con la filosofía política clásica, Arendt no se preguntó cómo optimizar el funcionamiento de una forma de gobierno. Su preocupación consistía en responder por qué funciona tan óptimamente un orden político cuando es tan depredador y violento. Esta pregunta es la que cabe formular, y con base en el análisis sucesivo establecer criterios para una resistencia políticamente efectiva. Sólo así se podrá evitar que “la bola de nieve se descongele sin efecto alguno”.

Debemos asumir la responsabilidad de sortear la impunidad del Estado. La procuración de justicia no corre a cargo de la administración estatal. La impotencia es la ley natural de esta administración, que sumariamente ignora a la ciudadanía. La empresa criminal no es un traumatismo excepcional: es el canon, y el modo predominante de “hacer negocios”. Corresponde a la sociedad perseguir a los responsables de orquestar este estado de corrupción, crimen y terror. La organización social a gran escala es la condición de esta posibilidad.

La única solución para alcanzar la justicia y evitar la “gratuidad” de la masacre en Ayotzinapa es la transformación radical y efectiva de la esencia del Estado. Urge pensar en común la resistencia. 

El crimen de Estado en Ayotzinapa no debe quedar impune. Una sociedad que perdona u olvida estos crímenes está condenada a la destrucción masiva.

martes, 7 de octubre de 2014

Tlatlaya, Ayotzinapa y las consecuencias de la impunidad… ¡mátenlos en caliente!

El horror y la muerte, las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas, la discriminación y el racismo, no son las únicas coincidencias entre estos dos ejemplos de la barbarie. En realidad, los dos caminan de la mano en el hecho de que se hará responsables únicamente a los narco policías que levantaron a los estudiantes de Ayotzinapa y a los soldados que jalaron del gatillo en la bodega de Tlatlaya; pero los autores intelectuales, o sea, los altos mandos civiles y militares gozarán de impunidad y, peor aún, tendrán la oportunidad de realizar declaraciones satanizando la violencia y la irracionalidad de sus subordinados. 

Porque lo que hay detrás de estas masacres no es otra cosa que una estrategia de terrorismo de estado para mantener a la población en estado de shock (como bien lo dijo Naomi Klein hace tiempo) que permita la política del saqueo, el enriquecimiento por desposesión, para mantener rampante el enriquecimiento de ése uno por ciento de la población que festeja en privado lo que abomina en público. No es otra la razón de fondo del movimiento #YoSoy126, que a pesar de señalar los riesgos a los que están sujetos los miembros de la tropa, ponen el dedo en la llaga al mirar hacia arriba en la cadena de mando para señalar a los verdaderos responsables de las ejecuciones en Tlatlaya. No es ni será otra la razón de fondo de las enérgicas protestas de los estudiantes normalistas de Guerrero, aun cuando el ejecutivo federal les ofrezca la cabeza del gobernador Ángel Aguirre Rivero. 

Si bien es cierto que el gobernador de Guerrero tiene gran parte de la responsabilidad en los hechos de Iguala, no por ello se puede pasar por alto que forma parte del grupo en el poder, así sea de un partido menor, que desde el Congreso ha promovido la violación sistemática de las leyes o su diseño a modo para mantener viva la guerra, arropando a los responsables con el manto sagrado de la legalidad y sometiéndose a los designios de Los Pinos para sistematizar el despojo. Por su parte, los altos mandos militares están conscientes del costo que están pagando las fuerzas armadas por su participación en la guerra, pero no han logrado deslindarse de la política de exterminio y son, hoy por hoy, actores centrales en ella. Y tanto el poder civil como el poder militar han tenido que compartir espacios y territorios con los narcotraficantes, estableciendo relaciones permanentes, si bien sujetas a las circunstancias siempre cambiantes. Es por eso que no pueden ahora lavarse las manos y escudarse en figuras menores, subordinadas a sus designios y estrategias. 

En el desarrollo de la guerra civil que vivimos, la limpieza social ha sido una política de estado sistemática, implacable, que opera no sólo con los asesinatos y las matanzas sino también con la muerte lenta y cruel producto de la marginación, la pobreza y la desnutrición altamente rentable para Bimbo, Coca-Cola, Nabisco y un larguísimo etcétera. Ambas modalidades están alimentadas por el racismo y la discriminación, por la ambición de ganancias sin límite, por la convicción de que ése es el precio que hay que pagar para mantener viva la libertad burguesa. Los marginados enrolados en el narcotráfico -más por temor que por necesidad- y los estudiantes normalistas, pertenecen al mismo sector social prescindible, que los hace candidatos ideales para formar parte de los daños colaterales del guerra civil. Los dos son vistos como enemigos de la civilización y la democracia liberal: los primeros por su rencor y su revanchismo; los segundos por su rebeldía, por su tenacidad. Pero sobre todo por provenir de ese México oculto para los ojos del progreso, víctimas del saqueo por siglos, carne de cañón del desarrollo económico. 

Las matanzas de Tlatlaya y de Ayotzinapa forman parte de la larga historia de la infamia y la traición en México. De las guerras contra los mayas o el exterminio del pueblo de Tomóchic en el siglo XIX por el ejército porfiriano, pasando por el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia o la guerra sucia de los setenta, y hasta las masacres en Acteal o Aguas Blancas la esencia es siempre la misma: la barbarie, el odio. Y los actores son siempre los mismos: por un lado la población indígena, obrera, campesina y estudiantil; por el otro los dueños del dinero y sus socios, los autodenominados salvadores de la patria. No hay vuelta de hoja, una y otra vez el mismo resultado, las mismas disculpas y los mismos discursos y por encima de todo, la misma impunidad. 

En el colmo del cinismo, ya algunos se apresuran a etiquetar las matanzas de hoy, sobre todo la de Ayotzinapa, como el Acteal de Peña Nieto, implicando con ello que cada gobernante en turno tiene la obligación de dejar su marca asesina, por el bien del país claro, pero sin ocultar esa carga de fatalismo exculpatorio que tanto cultivan nuestros gobernantes para justificarse. Y es aquí en donde radica la verdadera impunidad, ésa que mantiene el plan de exterminio en marcha, pues mientras encarcelan a los autores materiales para ‘hacer justicia’, ellos, los verdaderos instigadores de las matanzas siguen impulsando la guerra. 

Veremos en los siguientes días un alud de interpretaciones en la opinión pública que, en general, tratarán de convencer a la población de que la responsabilidad es de los soldados o los narcopolicías y no de los mandos superiores. Que todo se debe al clima de violencia que sufrimos, de la crueldad de la guerra, de las decisiones tomadas al calor de las circunstancias. Y al mismo tiempo, una y otra vez se amplificarán los actos exculpatorios y el rasgado de las vestiduras del presidente de la república y los altos mandos militares. Por ningún motivo será posible que se exploren las posibilidades para cortar de tajo con las matanzas y los daños colaterales, empezando por fincar responsabilidad a los verdaderos culpables y de paso buscar una salida a una guerra absurda que no le conviene más que a los poderosos. La celeridad y brutalidad de las matanzas en el estado de México y en Guerrero nos recuerdan que la máxima del poder es tan simple como antigua: ¡mátenlos en caliente¡

domingo, 5 de octubre de 2014

México: recrudecimiento de la guerra contra la población

En ese México de “civilidad política” y “normalidad democrática”, que los discursos ritualistas evocan con inverosímil triunfalismo, acontecen algunas anomalías que se elevan a rango de procedimientos rutinarios. Lo que ocurre en México, en otros países o coyunturas recibiría el epíteto de “crisis humanitaria”. En realidad, la situación del país es sólo equiparable con la bancarrota multidimensional que atraviesan los pueblos de Centroamérica. Acaso con la diferencia de que México vivió una especie de “bonanza de soberanía” gracias a la Revolución, y un repunte político con la creciente movilización social después de la segunda posguerra. Se podría argüir que este par de acontecimientos históricos bastó para dotar de cierta viabilidad el proyecto de Estado-nacional, con estándares de vida discretamente más altos que los de nuestros pares del sur. Pero eso es asunto del pasado. La gestión neoliberal del país desbarató el entramado de conquistas sociales, y condenó a la población mexicana a un estado de inanición e indefensión. La “normalidad tiránica” que se esconde tras los senderos retóricos de la “democratización” hace recordar los episodios más oscuros de la historia occidental. En la actualidad, se cometen los peores crímenes en nombre de la democracia, la seguridad nacional, los derechos humanos y el desarrollo. México vive su propio holocausto. La diferencia con otras situaciones históricas análogas es que a pocos dirigentes o líderes parece importarles. E incluso en ciertos estratos poblacionales reina la apatía e indiferencia, un silencio indulgente que los chilenos, argentinos o brasileños etc., identifican inequívocamente con los episodios más feroces de las respectivas dictaduras militares que soportaron. 

México es una dictadura a su modo. Una “nueva dictadura”, advierte Javier Sicilia. Podría sugerirse que imperfecta, pero claramente con signos de “normalidad”. La función del gobierno en este contexto se reduce a la gestión del desastre. El robo, la malversación, el enriquecimiento con base en la función pública es sólo una compensación comparativamente minúscula que las redes de poder transnacional (que todo lo acaparan) conceden a sus solícitos operadores políticos. El fuero extralegal y la impunidad tienen carta de naturalización en esta trama. Es con base en estos dos patrimonios inmateriales, privativos de la elite gobernante, que los asuntos públicos reciben su correspondiente tratamiento. Al mismo tiempo, la expresión social está en proceso de domesticación: con la iniciativa de ley sobre tránsito y seguridad vial en Veracruz, suman diez legislaciones estatales que aspiran a restringir y criminalizar la protesta social. Cuatro ya fueron aprobadas –Quintana Roo, Puebla, Distrito Federal y Chiapas (La Jornada Veracruz 01-X-2014). 

En la pasada entrega se trazó con más detenimiento este cuadro inédito de impresentable “normalidad” nacional: “La acción, y no la ausencia del Estado es lo que produce y reproduce el fenómeno de la inseguridad en el estado y el país. Que la respuesta militarizada a los problemas sociales es parte del problema, no la solución. Que el desplazamiento del Estado en provecho de las corporaciones que operan a sus anchas en la geografía nacional, sin rendir cuentas a nadie, acarreó una crisis de organización territorial-administrativa que redundó en bancarrota jurídica de las entidades federativas. Que la desposesión patrimonial en marcha trae consigo la desposesión de derechos fundamentales, como el derecho básico a la seguridad personal y familiar. Que este abandono se traduce en una gestión a menudo imperfecta de poblaciones marginales, y un deterioro socioespacial sin precedentes. Que esta disminución de “gubernamentalidad” es parte de un cálculo que transfiere todos los costos políticos y sociales a los segmentos poblacionales más desprotegidos” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/09/veracruz-violencia-e-inseguridad.html). 

Dos casos recientes, de extraño alcance noticiario en la prensa nacional e internacional, dan cuenta de esta barbárica normalidad: Tlatlaya e Iguala. 


La masacre de Tlatlaya 

En estas intermitentes tramas de nula gubernamentalidad, los remedos de gobiernos se convierten en fábricas de producción de canallas o mediocres sin voluntad. Y aunque este no es el principal problema, ni la razón que explica las atrocidades, sin duda contribuye a elucidar el espectro de la época: “la normalidad democrática” es un estado canallesco, caldo de cultivo de pusilánimes. El régimen premia a los más corruptos e incompetentes. Esta triste regla aplica para toda la cadena de mando político, desde los gobernadores hasta el ejecutivo federal. (¿Acaso alguien se atrevería a objetar esta infame realidad?). E incluso comprende a personal directivo de organismos descentralizados. Por ejemplo, el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, el mismo que repudió a las autodefensas michoacanas al afirmar que “no hay ninguna justificación (¡sic!) para que grupos de personas armadas en las calles pretendan hacer justicia por mano propia”, y que ahora se ocupa de entorpecer las averiguaciones en torno a los hechos de Tlatlaya, retardando más de tres meses el inicio de la investigación, y falseando flagrantemente la evidencia. Hace tan sólo unos días expresó: “Lo único que teníamos hasta ahora es que se había suscitado… un enfrentamiento entre elementos del Ejército y las personas que se encontraban dentro de la bodega” (La Jornada 02-X-2014). Las evidencias físicas y la reconstrucción pericial de la escena del crimen dan cuenta de otra versión radicalmente distinta. El director de la organización Human Rights Watch desentraña el fondo del asunto con más criterio: “[Si se confirman las pruebas y testimonios] nos encontraríamos frente a una de las más graves masacres ocurridas en México” (La Jornada 20-IX-2014). 

Cabe hacer notar que no fue la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) ni el ejecutivo federal ni la CNDH los que ordenaron en un primer momento la investigación para determinar la verdad jurídica del caso. La recomendación vino de fuera, de la prensa y gobierno de Estados Unidos. Pero a pesar de la presión internacional, en México el desahogo de pruebas se ciñe obstinadamente a un plan de acción inconfesable: rescatar la legitimidad del Ejército en un contexto de creciente participación de las fuerzas castrenses en tareas de seguridad (219 mil 378 patrullajes en este año, con la actuación de 91 mil 547 efectivos), y exonerar o evitar el costo político a la Sedena y al comandante en jefe de las fuerzas armadas, Enrique Peña Nieto (Proceso 27-IX-2014). 

Existen suficientes elementos con valor probatorio para desestimar la tesis de un “enfrentamiento” entre personal militar y presuntos delincuentes, en el que “incidentalmente” murieron los 22 integrantes de la supuesta banda criminal y ningún efectivo castrense. Aún así van a tratar de ocultar la verdad hasta donde alcancen los recursos políticos y la “gestión” contorsionista de la información. Y cuando el fuero político y la impunidad acusen agotamiento, sencillamente se ampararán en el deslindamiento de responsabilidades, excusando desobediencia e indisciplina de los soldados rasos que abrieron fuego, e ignorando palmariamente la cadena de comando que involucraría a las autoridades civiles. 

Hoy sabemos que los hechos en Tlatlaya apuntan a un asesinato colectivo. Que eso que ahora llaman eufemísticamente “exceso de fuerza” o “abuso de autoridad” no es una excepcionalidad como pretenden hacer creer: es el modus operandi habitual de una institución naturalmente violenta cuya actuación debiera estar terminantemente reservada a la defensa del país en circunstancias de agresión extranjera. Si se nos permite la analogía: si una persona tuviera un perro de raza pitbull, adiestrado para matar, lo más natural es que dispusiera la permanencia del animal afuera de la casa, al cuidado de la propiedad o de cualquier intento de vulneración domiciliaria. Sólo a un imbécil se le ocurriría introducir el perro a la casa, y dejarlo pasear libremente por las habitaciones sin vigilancia alguna. Si se incurriera en tal acto de imbecilidad, sólo cabrían dos explicaciones: o el dueño es francamente estúpido, o bien se ha propuesto exterminar a su familia. En el caso del Estado mexicano, sospechamos, con base en una extensa evidencia empírica, que la segunda explicación es la más plausible. Y lo único que hemos presenciando en las últimas semanas es un recrudecimiento de esta embestida premeditada contra la población. 

Yerra el titular de la secretaría de Gobernación, Osorio Chong, cuando sostiene: “Si sucediera que hay algo que señalar respecto a la actuación de este grupo de miembros del Ejército Nacional, será la excepción (sic), porque tenemos un gran Ejército, y por eso tenemos que trabajar, para que si sucede este tipo de cuestiones se pueda observar que es sólo una acción aislada y no el comportamiento de nuestro gran Ejército y de la Marina Armada de México” (La Jornada 26-IX-2014). 

La guerra fría de la dictadura perfecta cedió su lugar a una guerra de alta intensidad en el marco de la “nueva dictadura”. El escalamiento de la violencia es una prueba fehaciente de esta nueva modalidad de guerra de clases. 

La próxima semana se abordará el caso de los normalistas de Ayotzinapa y los crímenes de Estado en Iguala. Por ahora sólo basta decir que el 2 de octubre está más vivo que nunca. 


viernes, 3 de octubre de 2014

El 68 mexicano: ayer y hoy.

A 46 años de la matanza de Tlatelolco se impone al necesidad de revisar lo que cambiado y lo que ha permanecido, lo que no acaba de desaparecer y lo que no acaba de cambiar. Las manifestaciones del dos de octubre tienen siempre un contenido festivo y otro lúgubre: la imaginación y la espontaneidad manifestada en cartulinas, íconos, vestimenta y consignas le dan siempre a la manifestación un ambiente lúdico pero, al mismo tiempo, la sombra ominosa de la matanza en Tlatelolco extiende su pesado manto ayudada por las matanzas de hoy, como la que sufrieron los estudiantes normalistas de Ayotzinapa en el estado de Guerrero, cuando realizaban acopio de recursos económicos para asistir a la marcha en la ciudad de México

¿Qué ha cambiado en México a casi medio siglo de la revolución mundial que estalló en la segunda mitad de los años sesenta? Para empezar la mentira que fabricó el estado para ocultar la infamia, hoy ya nadie la suscribe, aunque muchos en su fuero interno la justifiquen. Tal vez sólo se discute si el ejército estaba enterado o cayó en una trampa fabricada en Bucareli pero, tomando en cuenta el largo historial de brutalidad de los uniformados me parece difícil de sostener. La matanza fue un acto coordinado entre los poderes del estado para aplastar un movimiento que los empezaba a rebasar, como consecuencia del anquilosamiento de un sistema político que empezaba a mostrar sus debilidades.

Por su parte la sociedad mexicana muestra hoy un rostro diferente al que tenía en los años sesenta, aunque estaría por discutirse el sentido del cambio. En términos de la existencia de organizaciones civiles con un mayor grado de autonomía frente al estado y, en muchos casos, estrechamente relacionadas con organizaciones civiles alrededor del mundo el cambio es evidente. Muchas de ellas cumplen un papel central en la denuncia y protección de los derechos humanos de los marginados y olvidados del régimen. Sin embargo, la transición política impulsada desde 1977 -con la modificación del sistema de partidos- para abrirle paso a las fuerzas tradicionalmente marginadas por el sistema, la oferta político-electoral ha llegado a un nivel en el que resulta casi imposible establecer las diferencias en sus programas. El presidencialismo otrora poderoso parece intentar reconfigurarse impidiendo precisamente que el Congreso se convierta en una caja de resonancia de todos los componentes de la nación.

A su vez, los movimientos antisistémicos han diversificado sus formas de lucha incorporando las nuevas tecnologías de la información para romper, en la medida de lo posible, con un cerco mediático más poderoso que hace medio siglo, aunque que no logra apagar el disenso y la exposición de los vicios del poder gracias a la valentía de camarógrafos y fotógrafos que con un teléfono exhiben una y otra vez las barbaridades de la autoridad. Además, estos movimientos están convencidos, en buena parte gracias al neozapatismo, que la política no es la que se da en los círculos del poder -oculta entre los muros de sus búnkers y de sus equipos de seguridad- sino los espacios públicos que se organizan desde abajo, a partir de sus recursos y siempre enarbolando la autonomía como el camino a la emancipación.

Lo que no ha cambiado parece más sencillo y al mismo tiempo muy ilustrativo de donde estamos parados a medio siglo de la matanza de Tlatelolco. No ha cambiado la estigmatización de la juventud estudiantil –tanto por parte del estado como de la sociedad- señalada siempre como una masa manipulable por parte de intereses oscuros para poner en jaque la paz social. La directora del IPN intentó recientemente descalificar las protestas de los estudiantes con el argumento de que estaban organizadas por grupos ajenos al Politécnico (¿No fue eso lo que dijo, palabras más, palabras menos Díaz Ordaz en 1968?).

En un interesante artículo de análisis, Carlos G. Rossainzz afirma que en nuestros días “Las miradas predominantes sobre adolescencia y juventud les consideran instancias incompletas.” Y por lo tanto sus acciones ponen en peligro al conjunto de la sociedad y a ellos mismos. Es por eso, continúa el artículo, que “La respuesta prioritaria, es por tanto, el control a través de políticas sociales y de políticas de orden público… los jóvenes como individuos a quienes hay que vigilar y en su caso castigar.” (La Jornada Veracruz, 02/10/14)

El caso del estudiante normalista de Ayotzinapa que fue encontrado brutalmente asesinado, sin ojos y con la cara desollada es un caso extremo de lo anterior. El castigo debe ser ejemplar, para que aprendan a respetar, dirían sus asesinos. La tortura, la desaparición, el encarcelamiento y el asesinato no son sino parte del repertorio que explica la saña con que las autoridades tratan a los estudiantes disidentes. Y es ésta la respuesta que el estado tiene para los movimientos estudiantiles, a pesar de que Osorio Chong haya tenido el descaro de salir a la calle a dialogar en mangas de camisa con los estudiantes del politécnico o el de invitar a los normalistas de Ayotzinapa para ‘dialogar’. Ese hecho representa la excepción a la regla aplicada por el estado sistemáticamente: la represión, la discriminación y la estigmatización de la juventud estudiantil.


Afortunadamente tampoco han cambiado los estudiantes mexicanos: siguen caracterizándose por su enorme compromiso social, por la densidad moral de sus acciones, por su creatividad y frescura en al planteamiento de sus problemas. Hoy más que nunca, desde 1968, el movimiento estudiantil representa uno de los sectores más críticos de nuestra realidad social, Una y otra vez, desde 1986 se ha levantado para impedir el despojo de los bienes públicos del país, señaladamente el de la educación pública, aunque también han defendido la libertad de expresión y de información, los recursos naturales y el equilibrio ecológico, por no mencionar la diversidad sexual y el derecho de las mujeres sobre su cuerpo. Y es esto último lo que hay que conmemorar el dos de octubre del ’68: que los estudiantes están en lucha, a pesar de los peligros que viven y la marginación de que son objeto por un sistema económico que no cambia ni en defensa propia. Nos recuerdan una y otra vez que es mejor morir de pie que vivir de rodillas.