miércoles, 17 de julio de 2013

¿Qué significa PEMEX para México?


Una de las imágenes que la mayoría de los habitantes de México lleva como marca de nacimiento -al igual que las gestas, convertidas en leyendas, de Cuauhtémoc o de Benito Juárez- es sin duda la expropiación petrolera en 1938. Los videos que muestran la manera en que niños y adultos, trabajadores, burócratas, maestros y amas de casa, acudieron al zócalo para donar ahorros, joyas y hasta gallinas para apoyarla, forman parte del imaginario colectivo que hoy está en peligro de muerte. La venta de lo que queda de PEMEX representa la decapitación definitiva de lo que en tiempos del cardenismo le dio a la nación, por primera y única vez en el siglo XX, una razón de ser, un proyecto nacional.

Podemos disentir y criticar de ese proyecto nacional pero difícilmente podríamos ignorarlo, sobre todo en una coyuntura marcada por la necesidad de reconfigurar un nuevo proyecto nacional. La lucha por redefinir el rumbo se debate entre una visión que recuerda claramente las razones de los conservadores en el siglo XIX -sobre todo en la primera mitad- que descalificaban todo lo que no tuviera que ver con la religión católica y la monarquía española; y la visión que se cocina lenta pero inexorablemente en las montañas del sureste mexicano, en las luchas de campesinos e indígenas por la defensa de los recursos naturales y de todas las que se resisten a dejar de imaginar un mundo diferente.

Al igual que los conservadores decimonónicos, los que hoy defienden la venta de PEMEX argumentan que es la única manera de fortalecer la nación, ya que dicha acción le abrirá automáticamente las puertas del paraíso para convertirla en una nación fuerte, plenamente moderna, ajena finalmente a los lastres de visiones retrógradas y nacionalistas. Al igual que esos que fueron a Europa para ofrecerle el trono a Maximiliano para mantener la unidad nacional amenazada por los federalistas, los de ahora no conciben la posibilidad de que l@s mexican@s puedan definir y gobernar su destino. Nuestra burguesía nacional, insegura y parasitaria, no puede imaginar otro camino que inclinarse ante un proyecto que considera poderoso y sobre todo civilizado, descalificando todo lo demás.

En este sentido, lo que está en el fondo de la polémica relativa a la venta de PEMEX es precisamente la posibilidad de establecer un proyecto nacional que, sin caer en el racismo y la xenofobia, le de sentido a la vida de millones de seres humanos que llevan en su fuero interno esas imágenes fundacionales de su identidad colectiva y que las consideran parte de su cultura y su historia. Vender PEMEX es mucho más que una simple política económica o un modelo económico; mas bien es la renuncia a mantener con vida la esperanza de que los habitantes de México puedan elegir su destino. Al acabar con semejante esperanza el camino para la dominación y la explotación quedará libre de obstáculos. No importa que sean migajas lo que sus promotores reciban a cambio; esas migajas les permitirá renovar su dominación y ocultar su sometimiento al capital internacional, aunque sea a medias. Para los que no se traguen la píldora estará siempre lista la represión, la cárcel o la muerte. Serán estigmatizados como los enemigos del desarrollo, de la modernidad, del progreso de México. Quedarán fuera de la historia, de su historia.

Se podría argumentar que PEMEX ha sido vendido desde hace años y que no hay nada que defender, mucho menos si algunos de los integrantes de la mafia política se beneficien con su defensa. Defender PEMEX sería en realidad engordarle el caldo a los nacionalistas y populistas, retrasando el reloj de la historia a los años del corporativismo antidemocrático. Pero entonces surge la pregunta: ¿Por qué todos los partidos políticos y sus dirigentes están tan empecinados en ello? ¿Por qué el presidente concede gubernaturas y diputaciones para mantener la unidad del congreso? Si ya no ha nada que vender ¿para que tanto brinco? En realidad, si se asume que PEMEX es un símbolo de la identidad nacional sobre el que descansa la idea de que es posible definir un camino propio para mantener con vida una nación y una cultura, la cosa cambia y cobra visos de ser una batalla por la supervivencia de la identidad y la cultura nacional. Y eso lo saben muy bien tanto Peña como el FMI y la OCDE. No en balde se la pasan repitiendo una y otra vez que las reformas estructurales son necesarias para impulsar el desarrollo de México.

Los ingresos que el país recibe de PEMEX son la columna vertebral del gasto público, para bien o para mal. Renunciar a ellos empobrecerá al estado y sobre todo a la sociedad en su conjunto, lo que seguramente redundará en mayor pobreza y desigualdad en el tejido social. La polémica estriba entonces no sólo en oponerse a la venta de PEMEX sino además en empezar a configurar un nuevo acuerdo nacional, nuevas reglas del juego, que partan del principio general de que todos los habitantes de México tienen el derecho y la obligación de hacerlo. De que todos tienen derecho a una cultura y una historia.

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